Boxeo

El club de la pelea

Para el Estado, la mujer es la noche, más exactamente el sueño: el hombre es la vigilia. Ella no hace aparentemente nada, siempre es igual, un retorno a la naturaleza sanadora. En ella se sueña la generación futura. ¿Por qué la civilización no ha devenido femenina? ¿A pesar de Helena? ¿A pesar de Dionisios?

El nacimiento de la tragedia, fragmentos póstumos 1869-1872, Paris: Gallimard, p. 268F. Nietzsche
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Los héroes y guerreros se aprestan allá dentro, en las entrañas del club; su lucha será breve, pero intensa. El ring, semioscurecido aún, los espera.

Las diosas que dispensan la gloria o la caída aguardan para elegir según su voluntad, que es indescifrable.

Las tribunas de cemento, estrechas pero hospitalarias, transmiten el rumor de la popular desde los cuatro costados. Arriba, el cielo increíble aguarda también a sus favoritos.

Y al fin, las luces del estadio desaparecen, y el ring flota en la penumbra.

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Y la voz del presentador triunfalmente anuncia que ya se acerca la primera pelea de la noche.

Desde el costado oeste aparecen los bravos luchadores amateurs. El color de los rincones es inconfundible: rojo o azul, como inconfundible es la corriente que nos atraviesa a todos ante un espectáculo inmemorial.

La delgada figura de los luchadores repite una escena que acaso se representa desde los comienzos de la historia.

No les son ajenas a esta noche las figuras de vasos griegos, los frisos de Roma la eterna, los polvorientos relieves de Egipto, las pinturas de América, las primeras películas y fotografías de la humanidad.

Todos peleamos por algo, y ahora lo sabemos, porque lo podemos ver.

Las dos primeras peleas resultan algo tibias, pero la voz olímpica ya anuncia que en la tercera de la noche la lucha será femenina.

La luchadora más bajita, crédito local, se mueve nerviosa alrededor de su rival. Se escuchan nítidos los golpes sobre la piel, las voces de los entrenadores y la respiración de todos los que imprevistamente nos hemos convertido en voyeurs de algo que presentimos diferente.

Y todo lo que pensábamos sobre los sexos se remueve incómodo en sus casilleros de siempre. No todo es ropa de luces, no todo es dominación y sometimiento. Acá se quiebra la historia consabida. Acá el sudor se suspende con nuestros alientos.

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Y es otra lucha antigua, pero oculta. Es todo aquello que desconocemos. Brillan los brazos cuya única joya son los vendajes.

A pesar de los cascos de protección, se perciben claramente: los ojos de ellas son brillantes, fríos, completamente distintos de las miradas iracundas de los varones.

La técnica es precisa y delicada, las manos tejen, pero es otro el destino de esas puntadas, y la historia que enhebran se cierra con cicatrices.

Los músculos de las piernas vibran, pero el deseo es acá una fuerza más, un golpe más de abajo hacia arriba.

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Los movimientos coordinados, las reglas de deporte, no pueden ocultar la transgresión a la que estamos asistiendo, a la escenificación de lo oculto. Circulan entre los espectadores congelados atisbos de erotismo, de violencia apenas contenida, de fascinación por esas figuras que bailan, ajenas a nada que no sea el propio latido, la sangre cada vez más caliente en los rostros.

Los dioses antiguos, aquellos cuyos nombres hemos olvidado, eran animales, y así debían ser, para poder evadir las reglas humanas. Tal vez es ese regreso a una civilizada animalidad lo que nos perturba en esos músculos tensos, en esas manos que se disparan hacia el rostro ajeno.

Caen las cenizas sobre nuestro cielo, y los golpes adormecen aun más nuestra ya precaria cultura.

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La danza, el bailecito de los pies diminutos, la hermosa curva de una pierna que se flexiona, los rostros que resplandecen de sudor sin maquillaje, los cuellos que guardan dibujos de sombra, las cinturas que requiebran en las fintas, las manos invisibles en los juegos malabares del uno-dos, los hombros subrayando un uppercut.

El uppercut, ascendiendo, usando la fuerza de gravedad en contra de la rival, ¡cuántas heridas se abren entonces! El uppercut, comparado tantas veces con el golpe del asta del toro, con su mismo empuje, llena el Mocoroa de reminiscencias tan antiguas que la cerveza de nuestros vasos se evapora.

Y en los ardientes hierros de las parrillas, a un costado de las gradas, los maestros alquimistas apuran sus diabólicas invenciones.

El paraíso y el infierno están acá, y visten shorcitos satinados y guantes de box.

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