Cuento

El Fotógrafo de la Virgen

Rivadavia antes de llegar a Avda. Rioja. Viniendo desde el sur. Frío como para que Don Walt Disney salga con polera y boina reclamando la cura de todos los males. Dentro del cuarto de revelado, un par de rebelados contra la rutina de los inviernos de pocas fotos. - Pero ¿Te fijaste bien Carlos? No puede ser que no aparezca nada. Ni una sombra distraída. - La tengo en la mano, ¿Qué pretendes que haga? No sale nada. Na-da. - Estaba convencido que esta mina tenía algo en la casa. Algo extraordinario. Algún visitante imperceptible. Aunque sea un espíritu de segunda. Algo. - Tu batalla se está volviendo enfermiza, Luis. No sólo te falla la percepción, sino también la brújula. Esta mina tiene menos extrasensorialidad que lo que te quedó del líquido fijador del 98. ¿No deberías cerrar la casa de fotos y dedicarte a levantar alguna bruja? - Claro. Me voy una de estas noches a los aquelarres del Villicum. Si me levanto una bruja, va a ser una de estirpe.

Allí, en Albardón, entre aprendices de médiums, maleficios malparidos, rejuntes de brujas venidas a menos y una que otra reina del rito Umbanda, Luis podría pedir una mano. O la mano de alguna, que no es lo mismo. Pero no sería la otra mitad.

El tema con Luis es que había nacido a dos casas de la Parroquia, sobre calle Sarmiento. Mucha mística temprana de pibe, mucho santo en estatua venerada. Mucha vela. Mucho correr para alivianarse de un par de monedas en la canasta de felpa roja de los domingos. Gorda carestía de niño en casa, que se atenuaba con los yerbeados y las semitas del Cura Pablo. Las primeras fotos que el mismo sacerdote lo animó a sacar con una Argus C3 de 35 mm que éste había traído del norte lejano. Ese fue el inicio, la génesis del fotógrafo devenido en comerciante del revelado. Aun cuando el revelado pasó de arte alquimista a impostor electrónico, Luis mantenía lúcida la vieja búsqueda de su Illuminata. La historia no era de mucho entrevero. Una tarde de sábado durante un casamiento donde Luisito hacía sus primeras armas como fotógrafo infante de eventos, al terminar los novios de saludar en el atrio, prefirió quedarse un tiempo más en la iglesia buscando algún premio entre las pérdidas comunes de los mortales, a los que les sobra alguito más que sólo un poco de tiempo. En un momento de silencio absoluto se dio cuenta de que miraba embelesado a Santa María del Aire, sin poder siquiera moverse. Fue cuando tomó la cámara y le disparó las 20 fotos que le quedaban. Como metralla, conteniendo la respiración. Hasta excitado, físicamente. Cuando el Cura Pablo lo descubrió arrodillado, con la cámara en el piso y sudando a chorros, lo tomó de los brazos y le ayudó a reincorporarse. Lo miró fijamente y le dijo: - Vamos a revelar esas fotos ahora.

El proceso químico mostró lo que el padre conocía que se manifestaba cuando la castidad se cruza con la santidad de una virgen: en una de las fotos aparecía la cara de una niña muy bella, morena, con ojos de miel y mejillas de pan. - Luisito, esta niña es una Illuminata. - .... - Has encontrado la mitad de la verdad de tu vida. - ¿Y cómo encuentro la otra mitad, Padre? - El día en que en una foto de una mujer cualquiera, no casta, veas la Virgen tras ella como una aparición sólo verificable en la fotografía, serás iluminado. No habrá más dudas y tus oídos se llenarán de canciones.

Luis sabía que llevaba apenas una centena de miles de fotos reveladas. Y tenía aún hasta el último hilo de aliento para seguir buscando. La virgen en la foto. La otra mitad.

Era temprano, Luis pasaba el lampazo en la vereda. Hacía frío aunque el primer manotazo de la primavera hacía cola para quedarse. Levantó la vista, Carlos venía de recoger los rollos de los clientes que aún metejonean con las cámaras viejas, las románticas, las “denserio”. Había una nueva chance. Hora de renovar la ilusión.