Él, parado a la orilla de la cama de un hospital, mirando los ojos de ella a través de las micas de sus aparatosos anteojos, los ojos de quien fuera su compañera de toda la vida, que yace allí débil. Él deseando cambiar lugares, con un nudo en la garganta y el miedo en la puerta de la habitación, esperando paciente a que falte alguno de los dos y dejarse de cobardías. Acumulando las soledades, las nostalgias y las iras. Ella está esperando ese último ruego de palabras hiladas sin aliento que él le dispara con voz tenue: “No te vayas, soy un miedoso que bien sabe que te necesita, que te recuerda que el miedo, cuando estás, es un cobarde…”.
Las borrosas imágenes llegarán poco a poco a tus ojos, y distinguirás una figura femenina que se te acerca. Oirás que grita. Aunque verás sería el verbo adecuado, ya que tus oídos serán incapaces de escuchar. Entonces un zumbido te taladrará, y el sonido de sus gritos comenzará a tomar forma y volumen, mucho volumen, quizás demasiado. Alcanzarás a entender tu nombre y ella estará preocupada, o al menos eso distinguirás en sus ojos, esos que tendrán manchas de sangre, las mismas que habrá en su ropa. Recordarás que esa sangre no es de ella, te tranquilizarás, pero verás tu mano y te preocuparás, porque la sangre es tuya. Te agitará por los hombros, intentarás hablar y a cada palabra le seguirá un ligero temblor en brazos, para finalmente pedirle que te refresque la memoria con la frase más brillante que se haya escrito en cualquier guion:
- ¿Qué ha pasado?
- Lo lograste - te dirá con desfigurada sonrisa y rastros de pena - no dudé que lo vencerías.
- LA vencería, no es él, es ella.
¿Vencería? ¿vencer?, ¿LA venciste? Te levantarás lentamente y tu cuerpo se moverá por sí mismo, sin que tú lo controles. La chica frente a ti te ayudará a incorporarte, y cuando por fin quites tu vista de esos ojos a medio humedecer, podrás percibir a lo lejos a alguien más, en el suelo, sus brazos extendidos, su respiración agitada; no necesitarás que te expliquen quién es, lo sabes, han sido tantas horas a su lado que al llegar ese momento, sentirás la más rabiosa, genital, diabólica, intempestiva de las iras.
Apartarás a la chica para que te deje acercar a ella, tus pasos serán torpes, no sentirás el dolor en tus piernas ni en ninguna otra de tus extremidades, pero sabrás que algo anda mal porque el mundo se ladea un poco a cada paso. Después de lo que te pareció una pequeña eternidad, vuelves a verla, after all this time, su vista perdida en la nada y su respiración acelerando a tope. Ella empezará a hablar y tú a escuchar. Su voz pondrá en silencio a las aves alrededor; incluso podrás sentir el palpitar de su agitado corazón en las palmas de tus propias manos. El mundo callará para permitirte escuchar con atención lo que te dirá:
- Te conocí cuando no eras más que un pequeño niño que no tenía la fuerza ni los cojones para sostener el bate en sus manos y ¿con eso me amenazabas? - una sonrisa burlona te hará pensar lo patético que debiste parecer - Pude oler tu odio, esa clase de odio que buscaba venganza, aunque no importaba contra qué. No lo recuerdas, ¿verdad? - se detendrá para tomar aire - ese sentimiento, esas ganas de defender algo que ya no existe - se ahogará con su propia sangre, su respiración agitada entre gorgoteos…
- ¿Por qué lo hiciste? – responderás - No teníamos que llegar a esto... pudo haber acabado de otra forma... pude haberte salvado.
- No lo entendiste antes... y no lo entenderás ahora -te inclinarás para acomodar su cabeza y que pueda respirar mejor - Te enseñé todo lo que sé: cómo usar un arma, cómo moverte, cómo pelear, de modo que fueras tú quien terminase con esto... conmigo - te quedarás callado y ella volverá a voltear su cabeza - mi mundo se ha terminado tantas veces, desde hace tantos años, que no puedo... - la tos interrumpirá sus palabras - … que no puedo decir que vaya a extrañar esta vida - la tos romperá la escena de nuevo - … toma mi arma... acércala...
Tomarás la pistola semi-automática, color negro, que estará a unos metros de ella. Rara sensación de tener en tus manos esa arma que hasta hace poco era la responsable de que tu salud disminuyera. Notarás que aún está cargada. Se la acercarás a su mano, pero ella te rechazará.
- ¡No es para mí el arma!... sino... la bala - ella distinguirá algo en tus ojos; no me mires así, no es tu culpa, no es mi culpa, es el tiempo el que se encarga de declararnos enemigos, tú sólo vas a adelantar lo que no se puede evitar.
Mirarás el arma y a ella, alternando movimientos con tus manos, no podrás ver tu rostro, pero sabrás que tu expresión es débil, te enfurecerás por ello, por no tener la frialdad necesaria para terminar esto definitivamente. Te pondrás de pie con un salto, apuntarás a su rostro y presionarás el botón del arma. Ella ni siquiera te verá, ¿ya aceptó su destino?, ¿tanta confianza tiene en que lo haré?, pensarás. Comenzará a sonar una canción, la canción que has escuchado desde que empezaste en este mundo. Es acogedora, tibia, como una taza de café en esta noche de invierno. Ese sonido que a menudo te provoca desesperación. Estarás de pie frente a su cuerpo, con un revólver apuntando a su cabeza, con nada avanzando y con todo convirtiéndose en un loop infinito de silencio y canción trillada. Es como si el tiempo se detuviera; como si la única forma de echarlo a andar de nuevo fuera presionando el gatillo. Tus manos sudarán, no dejarás de verla y preguntarte si había alguna otra forma de terminar esto, algo debiste haber hecho mal; quizás no entraste en la puerta correcta, quizás mataste al soldado equivocado, quizás tomaste la ruta que no era, no tienes forma de saberlo. Esperarás cinco minutos, diez minutos, esperarás que algo cambie. Nada lo hará. Tu dedo, un tanto tembloroso, se posará sobre el gatillo, con más odio que resignación, y romperás el silencio cuando lo jales.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Bajarás el arma poco a poco y entonces todo se volverá blanco, frente a ti desfilarán decenas de personajes que a duras penas recordarás haber visto, te dirán que lo has logrado, que esto ha terminado, pero tu sólo imaginarás su rostro y ese par de ocasiones en que la viste sonreír. Escucharás esa –ahora- hermosa canción que sonará otra vez, aparentemente cantada por una chica. Frente a ti habrá una escena de celebración que no alcanzarás a justificar. Estarás, una vez más, solo.
En tus manos aún habrá sudor, microgotas de pánico y adrenalina. El sofá comenzará a sentirse incómodo, te preguntarás si esto de verdad ha acabado y dejarás el control a un lado. Mirarás los créditos pasar por tu pantalla. Un “Gracias por jugar” volando no parece suficiente recompensa por haber terminado con el mundo del cual fuiste parte por más de veinte horas y una semana. De nuevo escupirá tu mente “algo hice mal, quizás no entré en la puerta correcta, quizás maté al soldado equivocado, quizás tomé la ruta que no era”. Apagarás tu consola con la sensación de haber destruido lo que por un tiempo fue real. Pronto, con la memoria limpia por el sueño, iniciarás de nuevo, con el fin de la historia anterior en tu bitácora de juego y dispuesto a no terminar igual.
Ya no te molestan tanto los finales. Te estás acostumbrando a ellos. Como Dios. Como un pequeño, geográfica y espiritualmente limitado Dios.
Quizás tu propio final, ya, no te da miedo.
El sueño de un sol y de un mar
y una vida peligrosa
cambiando lo amargo por miel
y la gris ciudad por rosas
te hace bien, tanto como hace mal
te hace odiar, tanto como querer y más.
Cambiaste de tiempo y de amor
y de música y de ideas
Cambiaste de sexo y de Dios
de color y de fronteras
pero en sí, nada más cambiarás
y un sensual abandono vendrá y el fin.
Y llevas el caño a tu sien
apretando bien las muelas
y cierras los ojos y ves
todo el mar en primavera
bang, bang, bang
hojas muertas que caen,
siempre igual,
los que no pueden más
se van.
Zhang Xiaoyi tenía 13 años cuando saltó desde lo alto de un edificio de 24 pisos en Tianjin, China. La nota que dejó a sus padres fue escrita desde el punto de vista de un personaje de videojuegos. Además, en la misma detallaba su deseo de conocer a tres de sus compañeros de juego, en el más allá. Sus padres le preguntaron, en un momento dado, sobre su adicción. Él respondió que "había sido envenenado por los juegos y ya no podía controlarse a sí mismo."
Xiaoyi murió el 27 de diciembre de 2004, y en dicha nota describía que se suicidaba "para unirse a los héroes del juego que él adoraba", informó la agencia noticiosa oficial Xinhua.
Se supo que los padres de Zhang, que viven en el mismo Tianjin, al este de Beijing, intentaron obtener 100.000 yuanes (12.500 dólares) de Aomeisoft, el distribuidor chino de Warcraft:. Orcs and Humans. No hay datos fáciles de encontrar acerca de que la empresa haya reconocido responsabilidad alguna.
